Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
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2 septiembre, 2019
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
“Le damos forma a nuestros edificios y, después, nuestros edificios nos conforman a nosotros.” Debe ser una de las frases de Winston Churchill más apreciadas por arquitectos, pues supone la importancia social y cultural de los edificios y ciudades que construimos. Se podría complementar con aquella otra, también favorita del gremio, de Octavio Paz: “la arquitectura es el testigo insobornable de la historia”. Aunque esta resulta más problemática pues algunos de los criterios con los que definimos qué es un buen o un gran edificios o una buena y bella ciudad, no necesariamente coinciden con aquellos para definir las mejores épocas o momentos para la sociedad o, de menos, para todos en la sociedad y un gran edificio puede resultar testigo insobornable de un gobierno poco democrático o incluso tiránico. Haría falta entonces agregar una tercera referencia. En el primer texto que publicó Georges Bataille, en 1918 cuando tenía 21 años, se dolía de los daños sufridos por la catedral de Reims durante la Gran Guerra y los describía como un ataque a la civilización y la cultura enteras. Pero en 1929, en un texto titulado Arquitectura, Bataille escribió:
“La arquitectura es la expresión del ser mismo de las sociedades, de la misma manera como la fisonomía humana es la expresión del ser de los individuos. Sin embargo, es sobre todo la fisonomía de los personajes oficiales (prelados, magistrados, almirantes) a la que se debe referir esta comparación. En efecto, sólo el ser ideal de la sociedad, aquél que ordena y prohibe con autoridad, se expresa en las composiciones arquitectónicas propiamente dichas.”
En diez años, el pensamiento de Bataille había pasado de la defensa y dolor por daño al edificio símbolo a la crítica de esa misma arquitectura como símbolo de poder.
Y aunque la crítica de Bataille es inobjetable, quizá habría que contrastarla no con el elogio de grandes monumentos sino con aquello que otras arquitecturas —incluso a veces a pesar de su condición monumental— han hecho posible. Frederick Law Olmsted, periodista y viajero, crítico de la práctica de la esclavitud en su país, es famoso sobre todo por el diseño de grandes parques, después de haber ganado el concurso para el Central Park de Nueva York. Para Olmsted, esos grandes parques tenían una función más allá de la urbana y lo que hoy llamaríamos ecológica: eran parte de un empeño democrático. Olmsted creía —según escribe Scott Roulier— que el éxito de Estados Unidos en el esfuerzo por mantener vivo el experimento democrático “dependería de la efectividad de una multitud de instituciones cívicas y de buen gobierno y de la planificación a nivel local y nacional. Pero estaba especialmente ansioso por demostrar la contribución que el diseño urbano creativo y reflexivo podría hacer al desarrollo de capacidades democráticas.”
No sólo las grandes parques tienen ese peso ene l experimento democrático —que el hecho mismo de su singularidad podría limitar. También las pequeñas intervenciones. Tras la Segunda Guerra, el arquitecto holandés Aldo van Eyck construyó cientos de pequeños parques con juegos infantiles en terrenos baldíos de la ciudad de Amsterdam. Para van Eyck los parques de juegos eran espacios abiertos a la imaginación lúdica y la convivencia, elementos fundamentales de la democracia y no estaban restringidos a un uso infantil, aunque su visión urbana se resumiera en la idea de que una ciudad que no está pensada para los niños simplemente no está pensada.
Cuando el presidente de Francia Georges Pompidou propuso la construcción del centro cultural que hoy lleva su nombre, no sólo se pensó en el museo de arte moderno que la mayoría de los turistas que lo visitan conoce, sino que se le sumó una gran biblioteca, muy frecuentada por jóvenes, y un centro de investigación y creación musical, entre otros programas. Pero los arquitectos que ganaron el concurso internacional que se convocó para su diseño —los entonces desconocidos Renzo Piano, Richard Rogers y Gianfranco Franchini— propusieron un edificio que sólo ocupaba la mitad del terreno y en el espacio liberado, mediante un gesto aparentemente mínimo —inclinar la plaza para bajar un nivel al entrar al centro cultural— lograron un espacio tan vivo como los otros que forman el complejo. Eso lo entendió Rem Koolhaas cuando ganó el concurso para la biblioteca central de Seattle planteando que, más allá de los espacios para guardar libros y los espacios para leerlos, la biblioteca debía entenderse como un baluarte de lo público —tanto espacio como audiencia. Como en muchas bibliotecas de los Estados Unidos, en la de Seattle conviven estudiantes y estudiosas, niñas y ancianas, con personas en situación de calle que no sólo la utilizan como resguardo físico durante el día sino que ahí leen o llenan formularios en las computadoras.
La filósofa francesa Sylviane Agacinski escribió un ensayo en el que analiza la problemática relación, revelada ya desde las palabras mismas, entre el ejercicio y el abuso de autoridad y la autoría en la construcción de monumentos y ciudades, aquellos en las que sólo se expresa, en los términos de Bataille, “el ser ideal de la sociedad, aquél que ordena y prohibe con autoridad.” Pero también explicó en otro texto lo que llama la invención repartida, algo que rebasa, aunque la incluye, lo que hoy llamamos arquitectura participativa. Se trata de entender que más allá de considerar el uso —o la forma— como una «condición restrictiva», se le puede entender como un recurso para la invención compartida, repartida. Sí, el arquitecto y el ingeniero, tanto como quienes gobiernan y administran, cada uno debe responder desde sus saberes y conocimientos específicos y cumplir con sus compromisos y obligaciones, pero en un proceso que más que simbolizar la arquitectura del poder, ponga en operación el poder de la arquitectura.
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